06/11/2020

Mártires del s. XX

Mártires del siglo XX en España

A propósito de la beatificación de 522 testigos de la fe en Tarragona el 13 de octubre de 2013.


por fray Vito Tomás Gómez, op Postulador General de la Orden en Roma.


Revista CONFER Volumen 52 Nº 200 Octubre-Diciembre 2013 pp 535-559



Resuenan todavía los ecos de un acontecimiento que ha vivido la Iglesia en España como acto culminante del “Año de la Fe”. En Tarragona, punto de arranque de la historia martirial de la Hispania christiana, se han dado cita las diferentes diócesis de nuestro territorio. En varias de ellas se había abierto alguna de las 33 causas que han llegado a feliz término. A los pastores diocesanos han seguido numerosos sacerdotes y seglares, así como representantes de órdenes y congregaciones religiosas, a las que pertenece el más alto porcentaje de los beatificados. Se estima que el número de los que se congregaron en el “Complejo Educativo”, a las afueras de la ciudad, pasó de veinticinco mil, pero siguieron en directo la celebración varios millones. A partir del 13 de octubre de 2013 son ya 1.523 los beatifica-dos como mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España.

De ellos 11 han alcanzado ya la canonización.

Parece, pues, este un buen momento, para dedicar la atención, sin duda una vez más, a nuestros mártires. No tanto para abrir de nuevo una reflexión, ni menos un debate, sobre los antecedentes del llamado “anticlericalismo” en nuestra historia contemporánea, que habría que hacer remontar, por lo menos, al siglo XIX. Los estudios dedicados a la exposición y enjuiciamiento de los conflictos cívicos en España durante el siglo XX son muy numerosos. Tan solo un comentario sucinto de la principal bibliografía no podría contenerse en los límites asignados a este artículo1.

Pretendemos fijar la mirada en los mártires para contemplarlos desde presupuestos teológicos, sin olvidar, no obstante, que uno de los “lugares teológicos” es la historia concreta, de la que no se puede prescindir. De buen grado dirigimos la atención a la teología del martirio, con el deseo de descubrirla, exponerla y hasta escucharla de la voz de los mártires beatificados. De la mayoría se ha procurado, al menos, conservar sus nombres. De algunos, además, se han escrito biografías, o breves semblanzas que recogen las circunstancias martiriales2.

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1   Puede consultarse una síntesis bibliográfica en: Mª E. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (ed.), El siglo de los mártires. Aproximación al contexto histórico de los años treinta del siglo XX en España, Edice, Madrid 2013; ID, Hablar hoy de martirio y de santidad, Edice, Madrid 2007. Al tema ha dedi-cado una continuada atención durante años Vicente Cárcel Ortí. Resumen de la misma se halla en: La II República y la Guerra Civil en el Archivo Secreto Vaticano, 3 vv., BAC, Madrid 2011-2012; ver también, del mismo autor: Mártires del siglo XX en España, 2 vv., BAC, Madrid 2013.

 

2   Mª E. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (ed.), Los primeros 479 Santos y Beatos mártires del siglo XX en España. Quiénes son y de dónde vienen, Edice, Madrid 2008 (= I, seguido del número del mártir y la página en que se halla su noticia); ID, Quiénes son y de donde vienen. 498 márti-res del siglo XX en España, Edice, Madrid 2007 (= II); ID, Los 522 mártires del siglo XX en España de la Beatificación del Año de la Fe. Quiénes son y de dónde vienen, Edice, Madrid 2013 (= III).

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Los pormenores de lo que pudiera parecer un trágico final de una vida en plenitud, se han indagado con rigor histórico, y también desde los presupuestos de la fe. Lo han realizado múltiples procesos diocesanos, que han reunido pruebas procedentes de una muchedumbre de testigos, de vista, o de escucha de los que vivieron aquellos momentos. Se han recopilado, igualmente, infinidad de documentos. Después, se han redactado Positiones, tanto para probar testifical y documentalmente el hecho de las “pasiones” y consumación de los martirios, como para indagar los móviles que animaban a los perseguidores, y las actitudes y convicciones de las víctimas, que soporta-ron calumnias, acusaciones, traiciones, engaños, denuncias, cárceles, torturas refinadas, burlas, desprecios, atropellos, robos, degradaciones, abandono, desamparo, ensañamientos múltiples y, en último término, la privación de la vida, que en no pocos casos fue seguida de la profanación de los cadáveres.

Entendemos que una mirada teológica que se centre en nuestros mártires debe abarcar, en la medida de lo posible, a todos los reconocidos ya como tales, y tratar de poner de relieve, desde luego, la preparación remota para el testimonio más sublime que puede darse de fe, amor y esperanza. Pero señaladamente debe concentrarse en el hecho martirial, para contemplar desde él los abundantes matices que imprimió a sus dóciles testigos el Espíritu del Señor, pertenecieran a la jerarquía, al laicado o al estado religioso.

1.    Algunas características socio-religiosas de los mártires

Fueron hombres y mujeres, jóvenes en su inmensa mayoría. El más alto porcentaje se sitúa en el arco de edad que va de los 20 a los 60 años. Sus lugares de nacimiento se extienden por casi toda la geo-grafía española. Unos pocos eran originarios de Francia, Filipinas, Portugal, o de países de América Latina, como Argentina, Colombia, Cuba, México, Uruguay. Bastantes capitales de provincia los recibieron a la vida y al bautismo, pero son más los que procedían de pequeñas ciudades, villas o pueblos de la España rural. Nacieron en hogares de agricultores, comerciantes, artesanos, profesionales diversos, mineros, trabajadores de la industria, emigrantes. Algunos experimentaron tempranamente la orfandad y múltiples calamidades.

Procedían, en general, de familias numerosas, muy cristianas, que fomentaron su vocación religiosa, sacerdotal, o la inserción en asociaciones y apostolado propio del estado laical. Aprendieron en sus casas la sencillez, humildad, el deber del trabajo, la honradez y el fervor religioso. Confesaban algunos de manera explícita que, después de Dios, a sus padres debían la vocación. Se educaron en escuelas nacionales, colegios diversos, seminarios diocesanos o de congregaciones religiosas. Buen número obtuvo títulos en universidades. Muchos des-empeñaron después la tarea de la enseñanza en facultades universitarias, colegios, escuelas profesionales, escuelas gratuitas para hijos de obreros —los hermanos de La Salle las tenían en 12 localidades de Asturias (I,61)—, en seminarios o centros de estudios para religiosos.

Entre los mártires se cuentan profesores, escritores, periodistas, lite-ratos, filósofos y teólogos, expertos en la Sagrada Escritura, lingüistas, músicos, sociólogos, historiadores, arqueólogos, químicos, cultivado-res de las ciencias matemáticas y naturales, médicos, abogados, maestros, veterinarios, enfermeros, empleadas del hogar, padres y madres de familia, estudiantes, seminaristas, religiosos y religiosas en formación, hermanos no clérigos que en sus familias religiosas se die-ron a los más diversos trabajos como auxiliares de la comunidad y de las obras apostólicas. Muchos pertenecieron a la Acción Católica o a movimientos precursores de la misma, así como a asociaciones piadosas y de apostolado muy variado.

Son ya nueve los obispos beatificados, muchos párrocos y coadjutores, sacerdotes adscritos a catedrales o capellanías, formadores en seminarios o en centros similares, miembros de congregaciones religiosas femeninas y masculinas, predicadores de ejercicios espirituales o misiones populares. Un buen grupo ejerció el ministerio o estudió fuera de España, por Argentina, Australia, Austria, Bélgica, Brasil, Chile, China, Colombia, Costa Rica, Cuba, Egipto, El Salvador, Estados Unidos, Filipinas, Francia, Guinea, Hong Kong, Inglaterra, Italia, Luxemburgo, Marruecos, México, Nicaragua, Panamá, Perú, Polonia, Portugal, Puerto Rico, Siria, Suiza, Tierra Santa, Venezuela, Vietnam.

2.    Ejemplaridad de vida

Es verdad que los interrogatorios presentados a los testigos y la recogida de documentos a lo largo de los procesos super martyrio, difieren de lo que se usa en las encuestas super virtutibus. Con mucha frecuencia, empero, a los testificantes les ha resultado imposible pasar por alto la vida virtuosa de los incluidos en los procesos canónicos, y así salta a la vista la fidelidad en que se mantuvieron los futuros mártires a los compromisos bautismales, sacerdotales, matrimoniales o propios de la profesión religiosa. A la misma conclusión se llega tras el repaso de las pruebas documentales. Para no pocos se hubieran podido abrir encuestas diocesanas sobre la heroicidad de las virtudes. Puede afirmarse que el tipo de comportamiento que llevaron fue como una preparación remota para la muerte violenta que les infligieron.

3.  Presentimiento y preparación para el martirio

Percibieron la gravedad de los tiempos y el desafío a la fe bastante antes de que se desenmascarara una persecución religiosa sistemática. Semejante reto procedía de un sector de ciudadanos muy activos y decididos a la lucha anticristiana. Con frecuencia, estos pertenecían a múltiples partidos políticos o asociaciones, sindicalistas o no, aleja-das cada vez más de los planteamientos del cristianismo y enrocadas en sus convicciones, prejuicios sectarios y también ignorancia. Muy seguros se mostraban de que podía erradicarse definitivamente el cristianismo de la sociedad, intento que venía ensayándose en nuestro mundo occidental desde mucho tiempo atrás. El B. José Trallero, mercedario, decía en mayo de 1936: “Muy pronto estallará una guerra y nos matarán a la mayor parte del clero y yo seré uno de ellos. Pero yo no abandonaré el convento hasta el final, porque toda mi ilusión es morir mártir”. Lo fue, en efecto, a los 32 años, sin que pudieran arrancarle una blasfemia (III,129,199-200). Los claretianos de Zafra (Badajoz) fueron ya expulsados de su casa de formación el 1º de aquel mismo mes de mayo, y tuvieron que refugiarse en Ciudad Real, donde a varios les esperaba el martirio (III,411-412). Pero el cierre obligado de comunidades religiosas empezó tras las elecciones de febrero de 1936.

La intuición y hasta seguridad de una cercana persecución llevaba a recordar tiempos pasados, como lo hacía la B. Mª de Pilar de San Francisco de Borja, que aludía a las mártires de su orden carmelitana descalza en tiempos de la revolución francesa, hija de la Ilustración, y así repetía en las recreaciones: “Si nos llevan al martirio iremos cantando como nuestras mártires de Compiègne. Cantaremos ‘Corazón Santo, tú reinarás’” (I,1,22).

La persecución que, ciertamente unos con mayor claridad que otros, pronosticaban como cercana, llevaba a intensificar las disposiciones espirituales, y también a plantearse el porqué de las asechanzas. El B. Jacinto Hoyuelos, jovencísimo hermano de San Juan de Dios, se interrogaba: “Esta gente parece que quiere matarnos. ¿Por qué nos querrá tan mal? ¿Qué les hemos hecho? ¡Qué le vamos a hacer, si nos matan, seremos mártires!” (I,110,129). “Orar, hacer penitencia, estar alerta es lo único que por nuestra parte podemos hacer. Que en todo momento seamos de Jesucristo y le confesemos ante todo el mundo, que de esta manera venceremos aun perdiendo la vida, si el caso llega”. Para quien esto escribía, el B. Gil del Puerto de Santa María, capuchino, el momento de entregar la vida llegó el 6 de agosto de 1936 (III,234,312).

Los tiempos difíciles, sin embargo, no les restaron entusiasmo por el ideal evangélico. Fueron numerosos los aspirantes a la vida religiosa que al comienzo de la República recibieron orden de reintegrarse a sus familias. Serenado un tanto el panorama, tuvieron oportunidad de volver a los seminarios menores, o bien de quedarse en sus casas. Un jovencito, el B. Eufrasio del Amor Misericordioso, estaba cenando en familia en Salinas de Pisuerga (Palencia) cuando recibió una carta, en septiembre de 1931. En ella le anunciaban que podía regresar a Zaragoza para comenzar el noviciado pasionista. Su reacción inmediata fue tirar la cuchara a lo alto y dar por concluida la cena. Dos años más tarde escribía: “Ya conocéis por qué tiempos estamos atravesando (...). Nosotros estamos en las manos de Dios y no tenemos que temer. Seamos buenos” (I,26,48).

“Sea lo que Dios quiera, y si somos mártires, mejor”, era una expresión muy repetida entre ellos. Así escribía, por ejemplo, el B. Jesús Hita, marianista en Madrid, de camino para participar en unos cursos de verano en Ciudad Real (I,191,231). Por su parte, la adoratriz B. Borja de Jesús Aranzábal, exclamaba: “Tengo el presentimiento de que voy a terminar mi carrera con el martirio y espero que sea pronto, me voy preparando el vestido para las bodas eternas, pues espero que Dios ha de ser mi herencia eternamente” (II,185,165). El agustino de Prioro (León), B. Nemesio Díez, escribía en abril de 1936: “Nuestro tiempo de pasión se acerca. El Señor nos conceda la gracia de confesarle en los tormentos, para gozar con él en el triunfo de la resurrección” (II,224,186).

Las dificultades y obstáculos específicos que se oponían a la fe no fomentaron en ellos un espíritu huraño, distanciado de la sociedad. Sirvieron a todos, sin excluir a los establecidos en posiciones irreconciliables, distantes y hasta beligerantes con los seguidores de Cristo. No faltaron beneficiarios de la actividad generosa de los mártires que, después, dirigieron sus armas contra ellos. El ¿tu quoque? clásico, ¿ también? afloró en labios de algún confesor de la fe. Obtuvieron a veces esta respuesta: “Los tiempos han cambiado”.

3.    Buscados sin tregua, solidarios entre sí y apoyados en la persecución

Anduvieron a la caza de los mártires por sus hogares, casas parroquiales, residencias, comunidades religiosas, pensiones o fondas y también entre familias valientes que los recibieron, y a las que no pocas veces esto les ocasionó la muerte. Una muchedumbre tuvo que viajar, pedir hospitalidad, cambiar frecuentemente de morada. Muchos vagaron por las ciudades, buscaron refugio en zonas despobladas y se escondieron en bosques, cavernas, casetas de agricultores, refugios de pastores, bajo algún toldo que les prestaron, o simplemente al abrigo de un árbol. Los rastrearon por los montes con la ayuda de perros.

El dominico B. Vidal Luis Gómara cedió a un desconocido su billete de ida a Salamanca el 18 de julio de 1936. No pudo ya salir de Madrid. Fue errante durante quince días por calles y parques. Dormía tendido en algún banco bajo el amparo de las estrellas, hasta que alguien se apiadó de él. Después ejerció un intenso apostolado eucarístico. No quiso refugiarse en una embajada porque, decía: “Para un soldado de Cristo es un honor morir en acto sacerdotal” (II,380,262). De refugio en refugio anduvieron muchos hasta que los atraparon. Ocupaban el tiempo en la oración, también en trabajos ocasionales para ganarse el pan (II,324,233). Vida a la intemperie llevó el redentorista burgalés B. Pedro Romero, que durante más de un año vivió en Cuenca su entrega a Dios y a los hermanos como sacerdote mendicante (III,106,158-159).

En las circunstancias señaladas para los mártires anteriores se vie-ron otros muchos, cuya odisea sería poco menos que imposible relatar en un espacio reducido. Alguno se encontraba cada día con sus hermanos para alentarlos (II,3,18). “Mi puesto está aquí”, entre mis ovejas, repetía en diferentes momentos el obispo de Ciudad Real, B. Narciso de Estenaga (II,154,129). El B. Juan María Gombert, al ser detenido, no solo no hizo valer su condición de francés para obtener la libertad, sino que, a quien se la ofrecía, le dijo: “De ninguna manera. He vivido siempre con mis hermanos y con ellos quiero morir” (III,154,225).

Buscaban medios para socorrer a los perseguidos. Los atendían material y espiritualmente. El B. Nicéforo de Jesús y María, pasionista, se dirigió a sus hermanos, después de la distribución de la Eucaristía, con estas expresiones: “¡Ciudadanos del Calvario! Es la hora de nuestro Getsemaní. La naturaleza en su parte débil desfallece y se acobarda. Pero Jesucristo está con nosotros. A mí me toca animaros a vosotros, pero yo me siento estimulado con vuestro ejemplo” (I,4,33). En plena sintonía con esto se manifestaba el B. Juan Díaz Nosti, formador de teólogos claretianos en Barbastro: “En estas horas inciertas son necesarias mayor oración, tranquilidad y paz. Hay que echarse en manos de la divina Providencia” (I,113,138).

El B. Pedro Ruiz de los Paños enardeció con sus ansias de martirio a un buen grupo de operarios diocesanos que practicaba ejercicios espirituales a principios de julio de 1936 (I,195,240). La B. Mª Sofía Teresa Ximénez iba por las checas llevando alimentos a los torturados. Al ser detenida, se despidió señalando hacia el cielo (I,312,401). Muchos familiares y tantas otras personas se preocuparon de suministrar medios de subsistencia a los perseguidos y ocultos. En ocasiones, los creyentes y personas de buena voluntad, se enfrentaron con los perseguidores: “Hace muchas limosnas”, argumentaron para que dejaran libre al abulense B. José Máximo Moro Briz (III,1,23).

5.    Martirio formal ex parte persecutoris, el odium fidei

Es esencial para una declaración de martirio probar que el perseguidor se movía por “odio a la fe” que profesaba su víctima. La aversión a la fe, por desgracia, se manifestó en incontables ocasiones y, desde luego, en todos los casos de martirio reconocido. Las formas de expresarla fueron muy variadas. Se recurrió a la destrucción de lo sagrado, en iglesias, oratorios, casas particulares, parroquiales y conventuales, en las calles y plazas. Arrancaron y profanaron medallas, escapularios, rosarios y crucifijos. Destruyeron archivos parroquiales, diocesanos y de familias religiosas. Al B. Alejo Andrés Beobide, lasaliano, le encontraron un Nuevo Testamento en el bolsillo. Lo tiró al suelo uno de aquellos milicianos y comenzó a pisotearlo. El mártir de Azpeitia lo impidió, tapándolo con sus manos, y diciendo: “No con-sentiré que este libro sea profanado. Aplástame las manos si te atreves” (III,282,359).

Al “martirio de las cosas” acompañó y siguió el de las personas. Los mártires percibieron manifiestamente el odio que les tenían sus per-seguidores por razón de la fe: “Muero por odio a la Religión y por ser religioso”, escribía a sus padres y hermanos el B. Ignacio de Galdácano, y continuaba: “No lloréis (...) no llore, sobre todo usted, queridísima madrecita, mi amachu lastana; si le causa mucho dolor la noticia de mi muerte, le dé mucho consuelo el tener un hijo mártir (...). Que Dios sea bendito por todo y si quiere mi vida en testimonio de su doctrina y de su Religión, la ofrezco gustoso” (III,235,312-313). Entendían que les perseguían los enemigos de Cristo (I,141,155).

Los verdugos querían que las víctimas destruyeran lo sagrado con sus propias manos, que pisaran el crucifijo, quebrantaran la castidad, quemaran imágenes y, desde luego, que renegaran de la fe y profirieran diversas blasfemias que ellos les dictaban. No lo consiguieron. Se declararon dispuestos a la muerte antes que ceder a sus presiones (III,110,168; III,111,169). Aseguraban los acosadores que, destruyendo imágenes y matando a quienes las veneraban, acabarían con el mismo Cristo (I,89-90). A la incitación a la blasfemia, los mártires respondieron orando y vitoreando a Cristo, aunque a no pocos les des-trozaran materialmente el cráneo con la culata de los fusiles, con piedras y palos.

Al B. Vicente Galbis, abogado, padre de familia, de Onteniente (Valencia), le propusieron que fuera su abogado. Contestó: “No podré ser nunca abogado de gentes que profanan imágenes y desvalijan templos” (I,284,374). La certeza de que una persona era católico destacado, sacerdote o religioso, era causa suficiente para matarlo en el acto.

6.     La prisión como antesala de la gloria

¡Cuántas veces meditaron los mártires, acosados sin tregua y ya encarcelados, en los mensajes dirigidos por el Señor a sus discípulos, anunciándoles que serían hostigados por su causa (cf. Mt 10,16ss)! Porque, si le persiguieron a él, también a los suyos les perseguirían (cf. Jn 15,20). Recordaban también que, en medio de los sufrimientos, debían considerarse dichosos y alegrarse, porque grande en los cie-los sería su recompensa, y la asistencia del Salvador no les iba a faltar (cf. Mt 5,11-12). El libro de los Hechos de los Apóstoles, las cartas de San Pablo y el Apocalipsis les traían a la memoria las tribulaciones que experimentaron las primeras comunidades (cf. Hch 5,41; 8,1-2). El repaso de la historia de la Iglesia les ayudó igualmente a sacar lecciones de vida de las épocas de persecución, en particular de la denominada “Era de los Mártires”.

Se recurrió a la quema de lugares de culto y edificios religiosos en sentido amplio. Para incautarse de los que permanecían incólumes y todavía habitados, imponían a sus moradores el abandono de los mismos. Tal coacción solía exigirse tras registros minuciosos en busca de “armas”, hasta en el interior de los sagrarios. Pero semejantes pesquisas resultaban infructuosas.

Muchos fueron llevados a cárceles municipales y provinciales, a barcos-prisión, así como a las temibles checas. Catedrales, iglesias, colegios y casas religiosas sirvieron también de cárceles. En ellas estuvieron más o menos tiempo, disponiéndose de inmediato para la muerte, porque las “sacas”, “paseos” o “puestas en libertad” no cesaban. Los jóvenes claretianos de Barbastro, una vez prisioneros, intensificaron su vida espiritual. Rezaban el oficio de los mártires, el rosario y el via crucis. Se confesaban y repetían actos de aceptación voluntaria de la muerte y de perdón para sus asesinos (I,134). El B. Faustino Pérez, valiéndose de un envoltorio de tableta de chocolate, escribió: “Pasamos el día en religioso silencio, preparándonos para morir. Solo el murmullo santo de la oración se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; y si rezamos es para perdonar a nuestros enemigos” (I,152,162).

El mutuo amor que desplegaron los encarcelados manifestaba cuál era el verdadero móvil de sus vidas, y dónde se hallaba el tesoro que acaparaba sus corazones. Demostraron un fortísimo espíritu comunitario. El B. Salvador Pigem, claretiano, preguntó a un guardián de su tierra, dispuesto a dejarle huir: “—¿Me salvarás con todos mis compa-ñeros? —No, claro, solo a ti. —Pues así no acepto. Prefiero morir con ellos” (I,135,151). Igual reacción tuvieron, entre otros muchos, el benedictino B. Ramiro Sanz de Galdeano (III,17,44), y el B. Pedro Gelabert, jesuita mallorquín en Gandía (I,408,507).

Fue la prisión una antesala de la gloria, por el ejercicio del amor caritativo en que se mantuvieron. Las Hijas de la Caridad, apresadas en la cárcel Toreno de Madrid, no dejaban, ni de día ni de noche, a la B. Gaudencia Benavides, gravemente enferma y en estado suma-mente lastimoso (III,305,387). Esta caridad de amistad sin reservas se extendió también hacia los presos comunes. El marista B. Fernando María Martínez, en Málaga, escribía cartas, preparaba instancias, disipaba dudas, consolaba a tales presos en su desgracia (III,168,240).

7.    Las cárceles, casas de oración, de celebración de la fe y de apostolado

Consiguieron organizar la vida de oración con otros presos, como si fueran una comunidad (III,361). Algunos se mantenían en oración continua (I,382,477; I,383,479). El B. Eduardo Cabanach consiguió llevar a los buques-prisión de Tarragona el breviario, y lo rezaba con otros religiosos (III,31,59).

La invocación a María era continua por medio del rosario, que fue “arma” poderosísima en manos de los mártires. Les sumergía en la contemplación del misterio redentor de Cristo de la mano de María, apoyo inseparable de su Hijo y de sus hijos puestos a prueba. El obispo B. Manuel Borràs, prisionero en la cárcel de Montblanc (Tarragona), se reunía con los sacerdotes presos para rezarlo (III,332,427). Aunque de una manera discreta, lograban practicar lo mismo en la cárcel Modelo de Madrid. Paseaban en grupos y se valían de cuerdas para contar las avemarías (II,378,261; II,382,264). El provincial de los agustinos, B. Avelino Rodríguez, se levantaba con el alba y, después de hacer su meditación y demás oraciones, rezaba los quince misterios con sus hermanos, en sustitución del oficio divino3.

Para los pobres atormentados, fueron las cárceles “templos del Dios vivo” donde celebraron los sacramentos, comenzando por el de la Penitencia, que los robusteció enormemente para pasar de su “Getsemaní” hacia el “Calvario”. Los que eran sacerdotes ejercitaron disimuladamente el ministerio de la reconciliación entre sí y con otros prisioneros. Hacían a veces las confesiones paseando o en diversos rincones. Si algún guardia lo descubría podía ser causa de muerte inmediata (II,372,257).

Se celebró y se vivía, en el modo en que pudieron, el sacramento y sacrificio de la Eucaristía. Hay que recordar que una preocupación constante de los mártires, antes de ser apresados, fue salvar las sagradas especies sacramentales en diferentes iglesias o capillas, para que no fueran profanadas. Con gesto indulgente permitieron al B. Francesc Mercader rescatar algún objeto de valor de su parroquia. Entró de inmediato en el templo y salvó la santa reserva. Entonces le preguntaron: “¿No tienes más tesoro que éste? —No”, respondió (III,369,470).

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3       MATRITENSIS ET ALIARUM, Beatificationis seu declarationis martyrii servorum Dei Avelino Rodríguez, O.S.A. et 97 sociorum, († 1936), “Positio super martyrio”, Roma 1993, p. 385.

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El obispo de Barbastro, B. Florentino Asensio, recibía en prisión el sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor que tenían oculto los benedictinos (III,6,32). Fue el centro de la vida de los claretianos de Barbastro. Se repartían entre sí las formas consagradas que los escolapios les pasaban disimuladamente con el pan del desayuno (I,134). Hay indicios de que los dominicos apresados en Navelgas lograron celebrar la Eucaristía (II,419,294), y también se dice del B. Sabino Rodrigo Fierro, agustino leonés retenido en la cárcel Modelo de Madrid (I,214,182)4. Ante la imposibilidad de hacerlo de otro modo, el B. Alfredo Fanjul, para sí mismo y durante la noche, recitaba todas las oraciones y practicaba los ritos de la santa Misa, como si la estuviera celebrando. En su propia confesión, esto le servía de gran consuelo (II,371,256-257).

Ejercieron el apostolado de múltiples modos, sobre todo con el testimonio de sus vidas ajustadas a los ejemplos y enseñanzas del Señor. El capuchino B. Ambrosio de Santibáñez, en un barco-prisión anclado en la bahía de Santander, celebraba la Misa, confesaba, formó grupos para el rezo del rosario, y tenían ratos para leer la Biblia (III,229,308). El B. Pablo Daniel Altabella, marista, manifestó en diferentes prisiones su gran talla de apóstol; con la mirada fija en Jesucristo, exponía el Evangelio, incluso entre los de ideología atea y presos por crímenes (III,206,280). De filosofía y religión hablaba al anarquista que le custodiaba, en el tren de Valencia a Madrid, el B. Francisco Mª Pérez, carmelita de 19 años. Los demás milicianos de la escolta le seguían también con gusto (III,252,332).

8.    Aprecio del martirio como don

Los prisioneros por Cristo avivaron todavía más en la cárcel su conciencia de que el martirio es un don que el Espíritu concede a su Iglesia, y que lo otorga a quien quiere. El B. Honorato Suárez Ruiz, benedictino de El Pueyo, se mostraba muy convencido de esta verdad, y así se lo transmitía en la prisión a los jóvenes aspirantes a la vida monástica (III,7,33). La preparación inmediata para recibir un tal regalo divino impulsó al B. Raimundo Lladós a descalzarse para ir camino de la muerte, despojado de todo, pero llevando oculto en su bolsillo un crucifijo (III,9,36).

Podría confeccionarse una larga lista con los nombres de los mártires que pudieron zafarse de la persecución. Sin embargo, voluntaria-mente, corrieron la misma suerte de sus hermanos. Proclamaban así el supremo concepto que tenían del martirio y de la vida común. Por circunstancias diversas, no se hallaban algunos en casa cuando fue detenida la comunidad. Muchos se apresuraron a volver sin dilación. Uno de ellos, el B. Lorenzo Ibáñez, se presentó al comité de Barbastro para que lo condujeran a la prisión donde estaban sus monjes (III,19,46).

Por medio de escritos desde la cárcel, el recién profeso solemne B. Aurelio (Ángel) Boix ayudaba a su madre para que descubriera la dignidad a la que Dios quería elevarla, “haciéndola madre de un mártir”. Esta comentó al conocer la muerte del hijo: “Tenía que ser así: Ángel ya no era de este mundo” (III,20,47). 

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4  Ib., p. 388.

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El B. Serapio Sanz, mercedario en Lleida, cuando se dio cuenta de que no sonaba su nombre entre los destinados a morir, temiendo perder la corona del martirio que tan cerca tenía, protestó valientemente y reclamó su derecho para acompañar a los otros mercedarios hasta el fin (III,135,204).

A la “aureola” del martirio se refería el B. Gonzalo Barrón, de los Sagrados Corazones, que llegó a reunir cuarenta mil asociados nocturnos en la llamada “Adoración Nocturna en el Hogar” (III,244,322). El B. Agapito Modesto, de las Escuelas Cristianas, poco antes de que lo sacaran del barco-prisión en el puerto de Tarragona, dio lo que tenía: un lápiz y los botones de las mangas. Al verle radiante de gozo pen-saron que se creía puesto en libertad, pero él se explicó: “¡Cómo no voy a estar contento, si dentro de muy poco voy a estar en el cielo! ¡Fíjese, tal vez dentro de media hora! ¿Le parece poco?”. Tenía 29 años (III,333,430).

9.    Serenos y contentos en las tribulaciones por Cristo

Resaltan de manera bastante general en nuestros mártires estas notas: serenidad, calma, valentía, gravedad, dignidad, entereza, tranquilidad, placidez, bondad, alegría, silencio, espíritu de servicio, resignación, pronta disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios. Estas actitudes ponen de relieve la valoración del martirio como paso hacia la verdadera vida, de la que se sentían tan cercanos. Sabían que la causa de su persecución era la fe que profesaban. Con tales sentimientos vivía, por poner un ejemplo, el benedictino B. Santiago Pardo, “como si se hallara todavía en la paz del monasterio” de El Pueyo (III,11,38). Su hermano en religión, el B. Rosendo Donamaría, transmitió a su padre y hermanos este mensaje: “Muero contento” (III,18,45). La valoración que hicieron del martirio los claretianos de Barbastro ha quedado bien recogida en el film “Un Dios prohibido”5.

El secreto de la fortaleza de los mártires estaba en su entrega total al Señor. Ejemplar serenidad mostró el trinitario B. Antonio de Jesús y María Salútregui que, aunque le encañonaron para que interrumpiera la Misa, con gran calma pidió que le dejaran terminarla (III,89,136)6. Un verdugo del B. Amancio Marín, mercedario, comentaba después: “No he visto nunca un hombre con tanta serenidad. Segundos antes de matarle tuve el gusto de tomarle el pulso y lo tenía normal, como si no le pasara nada” (III,138,206).

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5  Cf. también: A. BOCOS MERINO, “Jóvenes y testimonio de la fe. 51 Misioneros Claretianos Mártires”: Mª E. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (ed.), Hablar hoy de martirio y de santidad, Edice, Madrid 2007, pp. 249-270.

 

6   En un himno a Jesús Nazareno que compuso para los fieles de Alcázar de San Juan, se can-taba así: “Cesen, cesen los odios insanos, triunfe, triunfe al amor a Jesús”. Cf. P. ALIAGA ASENSIO, Absolutamente libres. Mártires Trinitarios de Alcázar de San Juan, Córdoba - Madrid 2013, p. 71.

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 10.    Entrega generosa de la vida, aun en medio de refinados sufrimientos

No se echaron atrás estos mártires, a cuyo magisterio nos estamos acercando, a la hora de entregarle, libre y serenamente, sus vidas al Señor, aunque los sufrimientos físicos y morales fueran imposibles de soportar sin la ayuda de Dios. No doblegaron la entereza del párroco de Mombeltrán (Ávila), B. Damián Gómez. En medio de los tormentos, en lugar de agua que se atrevió a suplicar, le dieron gasolina por un embudo; para conseguir tal propósito le desencajaron las mandíbulas (III,3,26). El benedictino, B. Mauro Palazuelos, en el camino hacia el asesinato alentaba a sus hermanos: “Ánimo, arriba los corazones; el sufrir es un momento, el gozo eterno”. Los guardias le insultaban y golpeaban para que se callara, pero continuaba impertérrito (III,6,32).

11.    Firmes hasta la muerte en comunión con Cristo

Por nada del mundo hubieran roto su trato familiar con el Señor. Se sentían felices de morir por él. La alabanza en forma de aclamación casi puede decirse que no faltó en los labios de ningún mártir. Si, de hecho, no gritaron: “¡Viva Cristo Rey!”, tuvieron la intención de hacerlo, como adelantaba el burgalés B. Lorenzo Ibáñez: “Le dirás a mi padre que su hijo ha muerto sin miedo, y que mi último grito al ser fusilado va a ser ¡Viva Cristo Rey!” (III,19,46). El B. José Nadal, coadjutor parroquial en Monzón (Huesca), escribió a su hermano jesuita: “Víctima como sacerdote, y por tanto, por Cristo. Ecce adsum, aquí estoy, a cie-gas” (III,115,182).

Cuando no pudieron de otro modo, exteriorizaron la comunión con Cristo hasta la muerte con gestos bien elocuentes para su Señor. Recién abatido, pudo un alumno acercarse al cadáver sangrante del marista B. Crisanto González, director en Bellpuig de Les Avellanes (Lleida). Vio cómo entre los dedos índice y mayor de la mano derecha apretaba un palito, que formaba con tales dedos el signo de la cruz (III,141,212). La B. Estefanía Saldaña Mayoral, Hija de la Caridad, decía: “Pido a Dios que me dé fuerzas para cumplir lo que Él pida de mí, y padecer cuanto Él quiera hasta identificarme con Él (...). Y, si a Dios le place, no tendría inconveniente en ofrecer mi vida” (III,296,376).

12.    Unidos a María, Reina de los Mártires

Estuvo muy presente la “Reina de los Mártires” entre los modernos confesores de la fe. Proclamaron así una verdad que repetirá el concilio Vaticano II en el capítulo 8 de la constitución Lumen gentium: que María es inseparable de Cristo, o como decía Pablo VI en el santuario de Bonaria (Cerdeña): “Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos, es decir, debemos reconocer la relación esencial, vital, providencial que une a la Virgen con Jesús, y que nos abre el camino que a él conduce”7.

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7  “Alocución (24.4.1970)”: Acta Apostolicae Sedis LXII (1970) 300-301.

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Una rica mariología se recoge de la “cátedra” de nuestros mártires. Invocaron incansablemente a María como Madre de Dios y Madre de los hombres. Dieron vivas a su Inmaculado Corazón. ¿Cómo no insertar en las “actas contemporáneas de los mártires” el gesto valiente del B. Mauro Palazuelos en Barbastro, que suplicó a sus verdugos la gracia de despedirse de su madre? Le preguntaron si la tenía, y respondió que sí. Una vez que accedieron a su deseo, pensando que estaría recluida en alguna residencia vecina, el mártir se volvió hacia su monasterio de El Pueyo y, con voz potente y armoniosa, entonó la “Salve”. Los milicianos se abalanzaron sobre él, y el monje reaccionó con una sonrisa: “Pero ¿es que no sabéis que mi madre es la Virgen del cielo?”. El anarquista que lo mató le dijo en los últimos momentos: “Ahora vuélvete a tu madre y cántale tu última canción”. Él, efectiva-mente, continuó su oración y su canto a la Santísima Virgen (III,6,32).

Con jaculatorias y cantos a María animaba a sus compañeros en el momento de la muerte el B. Francisco Solís, párroco de Mancha Real (Jaén) (III,109,166). Los novicios hospitalarios de Calafell se despidieron, camino del martirio, con un beso a la imagen de la Virgen (I,90). Uno de estos religiosos, el B. Julián Carrasquer, comenzó el “Magnificat” y continuó con el rosario (I,46,92). Escribieron algunos que su ideal más alto era dar la sangre por María (I,135,152). La aclamaron con las diversas advocaciones de los santuarios marianos de España. Querían entrar en el cielo abrasados de amor a Dios y de cariño a María (I,146,158). El B. Ceferino Jiménez, “El Pelé”, era muy devoto del rosario. Le ofrecieron la libertad si renunciaba a rezarlo. Varios gitanos rescataron en el cementerio de Barbastro el rosario que tenía entre sus manos (I,220,278).

El significado de María para el B. Francisco Calvo, dominico profe-sor de teología en Valencia, se condensó en su última “lección magistral”. En el cementerio de Híjar (Teruel) pidió como gracia que le permitieran finalizar el rosario. Repartió después entre los verdugos algún objeto personal. Acto seguido se puso de rodillas y extendió los brazos. Prendió el rosario en la boca dejando colgante la cruz, y dijo: “Podéis descargar” (I,381,477).

13.    Murieron perdonando, con la esperanza fija en la bienaventuranza eterna

Perdonaron a sus verdugos, muchas veces valiéndose de la oración dominical: “Perdona nuestras culpas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (I,40,76). Más frecuentemente aún recordaron las palabras que pronunció el Señor en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34) (I,45,92; III,107,164). Bendecían y perdonaban (III,233,311; I,42,88). El B. Constancio Roca, hospitalario, quedó mal herido; una señora le llevó agua, y escuchó admirada que perdonaba a sus asesinos y oraba por ellos. Los milicianos llegaron para rematarlo (I,48,93). Cuando los jóvenes claretianos de Barbastro oraban, era para exculpar. Dejaron este mensaje:

“Queremos hacer constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por la orientación cristiana del mundo obrero, por el reinado definitivo de la Iglesia católica, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias” (I,135).

Algunos quisieron enterarse de quiénes les iban a matar: besaron sus manos y les abrazaron con palabras de cariño e indulgencia. El B. Pascual Carda, operario diocesano, para agradecer el don del martirio, regaló a su asesino un reloj de platino, con el que le habían obsequiado en México (I,195,240). Al B. Recaredo Centelles, después de dispararle, uno de los escopeteros le preguntó: “¿Cura, eres capaz de bendecirme todavía?”. A lo que respondió: “Si me das la vuelta, sí”. Le dio la vuelta y, mientras le bendecía, le asestó en un ojo el tiro de gracia (I,196,241).

Al B. Florentino Asensio lo mutilaron horriblemente, a la vez que le decían: “No tengas miedo. Si es verdad eso que predicáis, irás pronto al cielo”. Contestó el obispo: “Sí, allí rezaré por vosotros”. Mientras lo conducían hacia el martirio no dejaba de repetir: “¡Qué hermosa noche para mí!”. Al preguntarle si sabía adónde iba, respondió: “Me lleváis a la casa de mi Dios y Señor, me lleváis al cielo”. Murió rezando y compadeciéndose de sus ejecutores, a los 58 años de edad (I,219,274).

“¡Adiós, hasta el cielo!” fue la despedida universalmente repetida por los mártires. Iban a seguir el camino del cielo (I,24,340). “Muy pronto nos veremos en el cielo” (I,294,386). “Esto es un momento, y el cielo es para siempre”, decía a sus cuatro hijas mártires la B. María Teresa Ferragut (I,300,392). El B. Vicente Sales, jesuita, aseguraba: “De un salto, al cielo” (I,411,511).

14.    Asociados al Salvador en la obra redentora

Ofrecieron su sangre para unirla a la del Señor en la redención del mundo, para remedio de tantos males, lavar los pecados personales y los de todos, desagraviar al Sagrado Corazón de Jesús. A veces formularon intenciones concretas: por las familias, por las misiones en China, donde deseaba ir el B. Rafael Briega (I,146,158), para la salvación de los perseguidores (III,238,315). Muchos, ciertamente, para que se acabara la lucha que estaba ensangrentando España y se lograra la paz (III,84,130). Para que fuera más cristiana y mejor su querida patria (I,270,358; I,277,366...).

15.    Reliquias de los mártires

Corrieron la suerte más dispar: abandonaron los restos en los lugares del martirio, utilizaron la gasolina para quemarlos, los arrojaron al mar o a diferentes pozos, los enterraron en medio del campo, en iglesias, en fosas comunes mezclados con cal. Fueron a parar a hospitales clínicos y después a cementerios municipales, normalmente muchos inhumados en grandes fosas. En alguna ocasión los arrojaron a los cerdos.

A partir de 1939 se comenzó ya a exhumar restos y a realizar reconocimientos e identificaciones, donde era posible. Los llevaron a cementerios o a iglesias, colocaron cruces en los lugares del martirio o levantaron monumentos fúnebres. Hubo casos en que, tras la ejecución, algunos fieles tomaron tierra ensangrentada como reliquia y la conservaron para distribuirla, o recogieron piedras empapadas en sangre para guardarlas (III,431,529). La fe impulsó a determinadas personas a reunir con devoción objetos religiosos, como crucifijos, rosarios, medallas y escapularios que acompañaron hasta la muerte a los que consideraban ya mártires.

16.    Signos en torno a los mártires

En las causas se recoge la “fama de signos” que acompaña la memoria de los mártires. Se refieren frecuentemente a curaciones. En cada Positio hay un apartado abierto para insertar esta noticia. Sin embargo, al igual que sucedió en las antiguas persecuciones, también en esta de la primera parte del siglo XX se habla de sueños, experiencias espirituales, hechos que llamaban la atención. Recogemos algunos.

A S. Jaume Hilario, lasaliano martirizado en Tarragona en enero de 1937, le disparó por dos veces el piquete, pero él siguió en pie, con los ojos fijos en el cielo. Ante semejante hecho todos los componentes del pelotón huyeron. El jefe, lleno de ira, se acercó a él y descargó las balas de su pistola en la cabeza del santo (I,39,70)8.

Quisieron quemar con gasolina la cabeza del B. Francisco Javier Ponsa, martirizado en Sant Feliu de Codines (Barcelona), pero el fuego solamente le chamuscó un poco el pelo. Su rostro quedó intacto (I,105,126). Al B. José Nadal, sacerdote diocesano en Monzón, no con-seguían abatirlo después de varios disparos. Entonces les mostró un crucifijo que llevaba y dejándolo en el suelo, les dijo: “Ahora podéis matarme”. Le dispararon la última bala que tenían y se desplomó sin vida (III,115,182).

El B. Pere Farrés, muy amante de la liturgia y del canto religioso, animó a sus 23 compañeros camino de la muerte a cantar el “Crec en un Déu”, tal como lo hacían a coro en las iglesias de Cataluña. A primera hora del día siguiente, sus hermanas Candelaria y Encarnación, que estaban en distintos lugares, oyeron una voz muy conocida que cantó por espacio de unos minutos una melodía gregoriana. Más tarde ambas comentaron el hecho y convinieron en que aquella era la voz de su querido hermano (III,351,454). Uno de los verdugos del sacer-dote B. Josep Badía, pasados los años y cuando estaba muriendo, veía la mano del mártir que le bendecía (III,336,435).

Un recluso de la cárcel de Puebla (México) contemplaba, en sueños, al hermano cooperador Luis Fernández, con vestimenta de trabajo. En la iglesia de Nuestra Señora del Rosario le había ayudado muchas veces como voluntario. Ahora necesitaba que alguien pagara una fianza para quedar libre, y soñó con que lo hacía Fr. Luis. Al día siguiente comprobó que el sueño se convertía en una realidad. Por los datos que le dieron en la dirección de la cárcel no podía ser otro su bienhechor que el mencionado hermano. Nadie, por otra parte, se interesaba por él. Fue al convento dominicano y allí le confirmaron que el Siervo de Dios no había vuelto a México desde su destino a España y, además, lo habían matado hacía ya unos ocho o diez años en Almería9.

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8   Podría recordarse la “Passio S. Montani, 21”. Flaviano, que preguntaba si el golpe de la muerte producía gran dolor, recibió en visión la respuesta de S. Cipriano de Cartago: “Cuando el alma está plenamente en el cielo, la carne que sufre no es ya la nuestra. El cuerpo permanece insensible cuando el espíritu está en Dios”. Cf. H. LECLERCQ, “Martyr”: AA.VV., Dictionnaire d’Archéologie Chrétienne et de Liturgie, Paris 1932, v. X/2, col. 2376.

9.  Cf. ALMERIENSIS, Beatificationis seu declarationis martyrii servorum Dei Ioannis Aguilar Donis et IV sociorum, O.P. († 1936), “Positio super martyrio”, Roma 2013, pp. 145-146.

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Conclusión

Nuestros mártires no fueron “superhombres”. A cada uno le acompañaba su historia personal, que reclamó rectificaciones y hasta terapias diversas. Mantuvieron su peculiar sensibilidad, cualidades, limitaciones, logros y fracasos. Su naturaleza se revelaba contra el dolor y la muerte. Pero abrieron con libertad sus puertas a la acción de la gracia, e hicieron de sí mismos una ofrenda a Dios. Todos, al final, demostraron que correspondían sin reservas a las exigencias bautismales. Llegado el caso, y acompañados por la providencia salvadora del Señor, confesaron la verdad de la fe ante el perseguidor, murieron por ella, fueron rociados con su propia sangre mezclada con la del Salvador de todos, y se convirtieron así en templos vivos del Espíritu Santo.

No mintieron al preguntarles por su condición, aunque sabían que la respuesta significaba una muerte inmisericorde. Se sintieron dichosos al testimoniar ante los hombres al que los reconocía fielmente como hermanos delante del Padre celestial (cf. Mt 10,32). En ocasiones, tradujeron su gozo camino del martirio, por poblaciones o campos, cantando el “Credo”, el himno del congreso eucarístico internacional de Madrid (1911) “Cantemos al Amor de los Amores”, el “Magnificat”, la “Salve Regina”, el “Miserere”... Los causantes de su tribulación, para expresar desdeño hacia la fe, entonaron algún “responso”, torpe remedo del que los párrocos les habían ensayado con paciencia en su condición de monaguillos.

Para los mártires la vida fue Cristo, y la muerte una ganancia (cf. Flp 1,21). Lucharon hasta el final por la verdad y el reinado del amor. Vencieron frente al mal en unión con Cristo Resucitado. Porque ama-ron intensamente a su Señor, desearon el martirio, y pidieron que no les quitaran el gozo y la esperanza de sufrirlo por el Redentor. Recibieron la muerte con aquella alegría interior que solo puede explicarse desde la fe.

Se regocijaban en la contemplación de la futura bienaventuranza y así, al despertarse, se saciaron del semblante misericordioso de Dios (cf. Sal 17,15). Por medio de las obras, con la confesión de la fe que des-cubrían tantos gestos, de palabra, mostraron que lo presente no puede compararse con el futuro de gloria celeste, y por esto entrega-ron todo al Señor: su voluntad, bienes materiales, el bien del cuerpo, la indulgencia para los que quedaban en la tierra, que eran sin excepción sus amigos, aun aquellos que, al no percibir justamente lo que hacían, con sus pistolas, escopetas, fusiles, piedras, garrotes, sierras, azadas, cuchillos y navajas, los torturaron y asesinaron. Las virtudes que ejercitaron, en cuanto se referían a Dios, fueron para los nuevos mártires una profesión atrayente de fidelidad, llena de armonía. A imitación de Cristo, murieron al pecado de la negación de Dios, o del quebranto de las promesas bautismales, sacerdotales o religiosas. 

Dieron lo que más amaban en la tierra, el vivir y el existir, como amadores que eran de Cristo, y asociados a él y a María en la redención de la humanidad, extendida de oriente a occidente. Su pasión y victoria los convirtió en testigos permanentes de la pasión y resurrección del Señor.

Porque permanecen, hablan. La comunión en la fe invita a escuchar su voz en estos comienzos de un tercer milenio de la historia cristiana de la humanidad. Predican radicalidad evangélica vivida con gozo y amor apasionado por Cristo, en los hogares, profesión, en el servicio a los conciudadanos, en las comunidades religiosas, en el ministerio jerárquico, en una palabra, en el apostolado. Es este un modo sacra-mental de “beber el cáliz” que bebió el Señor y de “bautizarse con el bautismo” con que él se bautizó (cf. Mc 10,38). Los mártires, además, se conformaron realmente con la pasión de Cristo, regalo para ellos del Espíritu de caridad. Exhortan con su testimonio a una intensa vida de oración, litúrgica y personal, con la Eucaristía como centro, la devoción a María y el amor a la Iglesia. A quienes profesamos los consejos evangélicos nos animan a reforzar lazos comunitarios, que ellos sellaron con la resolución de no separarse hasta el final, para entrar así unidos en la gloria. Se habían propuesto mediante la profesión hacer visible en la tierra cuanto un día se manifestará plenamente en el cielo.

Predican paz y reconciliación, que estimula a derribar muros de odio, o de insolidaridad y despreocupación por los demás. Abrazaron a todos, incluso a los que supieron que iban a disparar sus armas homicidas contra ellos. Predican ilusión y renovado compromiso para desarraigar de nuestro mundo tantas pobrezas, en especial la más alarmante de todas, en opinión del beato Juan Pablo II: la ignorancia religiosa, que cimentaba en buena medida el odium fidei que se posesionó de los perseguidores de nuestros centenares de beatos. Es un reto para todos, pero de manera especial para los religiosos entrega-dos a la enseñanza, que atraviesa en este momento tantas dificultades.

Porque viven, interceden. ¡Qué intensa luz proyectan hacia esta verdad los nn. 49 y 50 de la constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II! Los mártires, en la Jerusalén del cielo, viven unidos a los viadores en una misma caridad, y mantienen con nosotros una comunión inquebrantable. Interceden a favor de la santidad de la Iglesia, y presentan ante Dios los méritos que consiguieron en la tierra, como fruto de haber colaborado con esplendidez con Cristo sufriente. Por el derramamiento de su sangre nos están particularmente unidos.

Esta sangre gloriosa pide colaboración, para que germine la semilla que está pugnando por conseguir una renovación cristiana de la sociedad, de los hogares, lugares de trabajo, comunidades religiosas y entre los sacerdotes. Para el laboreo de estas parcelas, los mártires están animando a dar una respuesta generosa a tantas llamadas divinas, a tantas vocaciones que Dios suscita y que, a no dudarlo, tienen características de radicalidad muy similares a las que evidenciaron con sus obras nuestros confesores de la fe. Una multitud de ellos dedica-ron la vida y apoyaron hasta el momento de la muerte a muchos seminaristas y religiosos en formación. Las líneas esenciales de su magisterio educativo pueden servir también hoy para orientar la formación de los llamados por el Señor a trabajar en su viña, que él ha plantado y retiene como suya, pero que invita con apremio a trabajar en ella, e inspira el género de cultivo que hay que aplicar para que fructifique.

Es necesario conocerlos, acercarse a sus “cátedras”, todas unidas a la sublime de la cruz de Cristo. Resultará muy aleccionador profundizar en sus mensajes, celebrar su victoria e imitar su fe y amor. Todo esto, lejos de separar, unirá. En lugar de reavivar heridas, las curará de verdad. En vez de paralizar proyectos, los hará surgir con mayor fuerza y renovada ilusión.

               Para escuchar con nitidez su voz, como recordaba el papa Francisco en su mensaje dirigido a la multitud reunida en Tarragona, o asociada a ella a través de los medios de comunicación social, “es necesario morir un poco a nosotros mismos, a nuestro bienestar, a nuestra pereza, y abrirnos a Dios, a los demás, especialmente a cuan-tos tienen más necesidad”. A fin de conseguir esta misteriosa conexión con nuestros mártires, es preciso tener a Cristo “como único tesoro, más apreciable que la propia vida”. Así lo apuntaba el cardenal Angelo Amato en la inolvidable ceremonia de la glorificación de los 522 nuevos beatos.

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