Lo dice el Libro de la Sabiduría (Sb 2,1.12-22): Los impíos se empeñan en sofocar la luz, la verdad, la honestidad, a cualquiera que se muestra como persona cabal e íntegra... incluso al mismo Dios. La soberbia se protege con la ira e incluso con la mentira.
La Encarnación del Verbo fue un gesto de máxima generosidad: una donación total en favor de todo hombre y mujer. Dios vino a iluminar a un mundo que le gusta más andar en tinieblas.
Jesús no se oculta. Está bien visible: se muestra a todos. Todas las miradas, tarde o temprano, se fijan en él. Pero los soberbios, los impíos, los que piensan que todo gira en torno a ellos exclusivamente, se empeñan, una y otra vez, en querer sofocar a Jesús. Desgraciadamente, también hay cristianos, incluidos "pastores", que desean sofocar a Jesús porque estorba a sus planes, a sus delirios o a sus histerias.
Sin embargo, Jesús permanece firme: en su Encarnación, en su muerte y en su resurrección. Sólo El es el Señor. Quien se atreve a mirarlo y a dejarse iluminar por él, le salen del corazón unas palabras que traspasan fronteras y épocas:
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza, mi libertador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
En el peligro invoqué al Señor... él escuchó mi voz y mi grito llegó a sus oídos.
Entre los impíos con sus señuelos y Jesús con su cruz... escojo aferrarme a Jesús.
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